La Nación está volviendo.


El seguimiento de los principales referentes politológicos de los movimientos civiles canarinhos deja en evidencia que los brasileños están re-descubriendo su historia: la historia de la formación de una identidad nacional. Y ocurre justamente ahora, cuando casi nadie en el mundo cree ya que alguien lo consiga, cuando el globalismo está acabando con las identidades nacionales. Afirman estos analistas que Brasil deberá luchar –muchísimo- por esa realidad históricamente arraigada que define a un pueblo y que los vecinos, parece, hemos (¿habíamos?) despreciado.

LA NACION ESTÁ VOLVIENDO.

Estado no se confunde con Nación.


Reducir o diluir la Nación en el Estado es quizás el gran problema de la vida política posmoderna en la que estamos inmersos.

Esta dilución o subordinación de la Nación al Estado ganó incluso una dimensión gráfica, con el hábito de escribir "Estado" con mayúscula y "nación" con minúscula. No hay razón para elevar así el Estado a una categoría semejante a Dios, también escrita con mayúscula aunque no sea un nombre propio (si bien podemos discutir largamente si "Dios" es el nombre de Dios, si Dios es un individuo o un género , si la palabra "Dios" significa lo mismo para un cristiano o para las personas de otras religiones, etc.)

De hecho, no hay por qué endiosar el Estado y dejar la nación allí pobrecita con su inicial minúscula. Si uno de los dos merecía mayúscula, sería antes la Nación que el estado. Sin embargo, para preservar el paralelismo y facilitar la confrontación de los dos conceptos, podemos mantener aquí la grafía "Estado", pero alzando la Nación al mismo nivel mayúsculo.

En el mundo siempre hubo Naciones y siempre hubo Estados, pero durante milenios nadie parece haberse preocupado mucho en distinguirlos porque la distinción era más o menos obvia (en la medida en que algo puede ser obvio en los asuntos humanos). Nación era un pueblo que se sentía pueblo, un sujeto histórico frente a otros sujetos históricos, diferente de los demás pueblos.

Estado era la organización política de una autoridad soberana que gobernaba un pueblo, o varios pueblos, o parte de un pueblo y parte del otro. No había una relación necesaria entre un Estado y una nación. Sabemos que (al menos según la historiografía corriente) esa relación biunívoca sólo comenzó a afirmarse en el siglo XVII y tardó bastante tiempo para universalizarse, hasta completar la vuelta al mundo en el siglo XX, cuando se volvió incuestionable que cada Estado corresponde a una nación y cada nación a un Estado. El famoso Estado-Nación, claro.

El problema es que el concepto y la práctica del Estado-Nación pasaron a funcionar únicamente a favor del Estado y contra la Nación.

Es como si los dos hubieran formado una sociedad con un 50% cada uno, pero en algunas décadas el Estado puso la pierna en la Nación y se quedó con el control integral. El Estado usurpó a la Nación. El Estado debería ser para promover y proteger los intereses de la Nación, pero hace mucho ya no se limita a ese papel. El Estado intentó acaparar la Nación. Para el Estado la Nación se ha convertido en una molestia, una especie de peso muerto, una abuela mediocre que el Estado todavía sostiene a regañadientes, encerrada en el ático entre cuadros de viejas batallas y crónicas empolvadas de reyes olvidados, a la que el Estado rinde homenaje sólo en el discurso (la palabra "Nación" se convirtió en una mera figura de retórica, una forma más rebuscada de decir "país", en una esfera semántica donde todo el mundo sabe que quien manda es el Estado), pero a la que jamás presta oídos. En la práctica, el Estado ya se
ha quedado con todo. Lo que era la Nación se convirtió en la "sociedad civil", como una especie de concesión del Estado para poder decir que no agota la realidad.

"Sociedad civil" es la forma pasteurizada, domesticada de la Nación. Es como el estado llama a la Nación, para circunscribirla a su lugar sobreviviente. Ningún pueblo se llama a sí mismo "sociedad civil", nadie abre los ojos de mañana pensando "voy a luchar por mi sociedad civil". El Estado se adhirió el prestigio de la palabra Nación y todo lo que ella evoca. La entidad creada para garantizar la paz mundial se llamó Organización de las Naciones Unidas. Si fuera hoy, tal vez no le dieran ese nombre, no necesitarían más del prestigio y brillo que la Nación conserva. La Nación era una especie de patrón oro de la política, una realidad concreta, históricamente arraigada, incorruptible como el oro, contra la cual se medía el Estado, papel moneda que sólo valía porque se sabía que atrás había la Nación pulsante. A partir de algún momento, quedamos sólo con el papel moneda, sólo con el Estado, circulando en un océano de valores abstractos, donde nadie más busca saber si algo real y firme está detrás.

La Nación vivía en el corazón de los hombres, el Estado vive solamente en sus cabezas. La desaparición casi completa de la Nación y el triunfo del Estado, he aquí la historia de los últimos 70 años.

Pero el Estado no se dio tan bien. El ápice de su triunfo coincidió con el inicio de su obsolescencia. Al instalarse la globalización de los años 90, los programadores del sistema (no sé si ellos existen como individuos, o si el sistema se autoprograma) reflexionaron y dijeron: "Bueno, ya acabamos con la Nación. ¿Necesitamos el Estado?" La globalización económica, que ansiaba poner fin a cualquier barrera, incluso estatal, a la libre asignación mundial de recursos, convergió con el viejo objetivo marxista de empujar al mundo hacia la última etapa de la "evolución" de la humanidad, el comunismo, definido como la sociedad sin Estado. Imagine there's no countries: esa canción asombrosa de John Lennon tanto puede ser el himno de la hiperglobalización económica como el himno del marxismo en su "sueño" comunista.

El globalismo tenía planes de acabar también con el Estado, tras acabar con la Nación. No por casualidad o por implicancia. Es que el Estado todavía guarda, en algún cajón, una carta o un broche de su abuela loca, la Nación. El Estado todavía tiene una pequeña abertura abierta para el sentimiento nacional. El Estado tiene un poder trascendental, de él todavía emana algo de una dimensión que va más allá de la coerción y la tasación, el Estado todavía hace creer a la gente en algo más allá del propio Estado - de lo contrario no se sostendría.

El globalismo surgió cuando alguien entendió que el consumismo era el mejor camino para el comunismo. Cuando el objetivo de un mundo sin fronteras para el comercio y las inversiones se convirtió en el proyecto de un mundo sin fronteras, un mundo donde hacer desaparecer el Estado e instalar el totalitarismo más completo, el totalitarismo que habría destruido incluso el mismo, el poder estatal, frágil hilo de Ariadna que aún ligaba la humanidad a la trascendencia. Pues esta marcha de la deshumanización está parando. Surgió una fuerza que la detiene. Esta fuerza no es otra que la Nación. La vieja Nación descendió del ático, rejuvenecida, cuando nadie más lo esperaba, y está rompiendo el sistema redondito del globalismo post-nacional y postestatal. La Nación devuelve la esperanza de una humanidad auténtica, conectada consigo misma, libre del materialismo primario, libre del nominalismo exterminador del pensamiento.

De la quiebra, la Nación puede salvar también el Estado de la irrelevancia a la que el globalismo lo destinaba, si el Estado logra volver a ser el defensor fiel de la Nación. La historia no terminó, como querían los globalistas de toda estirpe. La Nación, y con ella la historia, está volviendo.

Ernesto Araújo, METAPOLÍTICA 17

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